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General
Una maestra de El Impenetrable es candidata a ser la mejor docente del mundo

Fue seleccionada entre los 50 finalistas del Global Teacher Prize 2026, dotado con un millón de dólares. Junto a ella, el profesor porteño Miguel Alejandro Rodríguez representa a Argentina en el premio más importante de la docencia a nivel mundial.

Cada lunes, Gloria Cisneros emprende un viaje de más de dos horas en moto desde Taco Pozo hasta la Escuela N.° 793 “Don Carlos Arnaldo Jaime”, en el paraje La Sara, atravesando caminos de tierra y condiciones extremas del Impenetrable chaqueño. Durante toda la semana vive en la escuela, donde es directora, maestra, cuidadora, administradora y líder comunitaria al mismo tiempo.

El compromiso que Gloria mantiene con la educación acaba de ser reconocido internacionalmente: fue seleccionada entre los 50 finalistas del GEMS Education Global Teacher Prize 2026, elegida entre más de 5.000 nominaciones provenientes de 139 países. El GTP, en su décimo año, es el premio más grande de su tipo, dotado con un millón de dólares. Fue creado por la Fundación Varkey en colaboración con la UNESCO para reconocer a docentes excepcionales que hayan realizado aportes destacados a la profesión y para visibilizar el rol fundamental que los educadores desempeñan en la sociedad.

En un entorno sin agua potable, servicios básicos ni atención médica cercana, Gloria ha logrado transformar una escuela remota en un centro de conocimiento y desarrollo comunitario. Introdujo tecnología, paneles solares y conectividad, además de metodologías innovadoras como aprendizaje basado en la investigación, herramientas de inteligencia artificial, producción de libros escritos por estudiantes, un zoológico de aula y un libro viajero que expande el horizonte cultural de los niños más allá de su realidad rural.

Uno de sus proyectos más destacados es “La biblioteca en mi casa”, mediante el cual construyó junto a las familias una biblioteca en cada hogar de sus alumnos, permitiendo que cada estudiante rural tenga libros al alcance de su mano. Este proyecto fue reconocido como una de las buenas prácticas docentes a nivel nacional. Además, ha escolarizado a todos los niños de los parajes a su cargo, recorriéndolos uno por uno para integrarlos al sistema educativo, y ha conseguido becas para sus 15 alumnos actuales y unos 35 estudiantes más que viven en Taco Pozo, gracias a acuerdos que ella misma gestionó con ONG y donantes.


Una historia de superación

La vida de Gloria está marcada por la resiliencia. Nació en 1986 en una familia numerosa de nueve integrantes. Eran gente del monte: cada día, todavía en el oscuro, el padre y los hijos varones se iban a hachar y la madre se iba a limpiar casas. Muchas noches lo único que había para comer era una tortilla y mate cocido.

Su educación estuvo atravesada por las migraciones que imponía el trabajo. En los años 90, cuando el algodón se convirtió en el oro blanco, la familia empezó un periplo por la provincia siguiendo las cosechas. Gloria contaba que tenían la esperanza de comer un poco mejor. Empezaba las clases en Taco Pozo, seguía en distintas escuelas rurales durante la cosecha y terminaba de nuevo en Taco Pozo. Estudiaba de lunes a viernes y el fin de semana acompañaba a los padres a la cosecha.

Pero en junio de 1994, cuando tenía 8 años, llegaron las máquinas cosechadoras y ese fue el último año del algodón para su familia. Su madre, al verlas, le dijo que eran muy lindas pero que les iban a sacar el pan de la boca. Y así fue. La escasez marcó también su secundaria. No tenía ropa, ni plata para libros, ni materiales. Gloria recordaba que a veces los profesores le pedían fotocopias y ella se acercaba y les decía que no tenía ni iba a tener. Los docentes, con mucha discreción, al día siguiente le daban las hojas. Los días de acto les preguntaba a sus amigas si le prestaban zapatos o polleras.

A los 19 años quedó embarazada de Julia, su primera hija, y se fue a trabajar al campo con el padre del bebé, que tenía 18. Cuatro años después nació Oscar, quien a los dos meses sufrió una enfermedad gravísima que requirió traslado en helicóptero a Buenos Aires. Durante ese mes de internación, Gloria pensó en su vida, en todo el sacrificio que había hecho su familia y en que, al final, no había logrado nada para darles a esos dos niños. Fue su madre quien, mientras cuidaba a Oscar en el hospital, la anotó en la carrera de magisterio. Le rogaba que estudiara, que era la oportunidad de cambiar la vida. La educación como una salida posible. Gloria llevaba a Julia a la casa de su madre y asistía a clases con Oscar. No tenía plata para comprar los módulos ni para sacar fotocopias, pero nunca faltaba a clases y prestaba mucha atención. Ese año aprobó las once materias, todas en el primer llamado. Se recibió el 7 de octubre de 2013. Dos días después estaba trabajando.

Su primer trabajo fue dar clases en un segundo grado con chicos que tenían graves problemas de aprendizaje y comportamiento. Fue una experiencia traumática: los chicos la pateaban, la mordían, le tiraban piedras con una honda y hasta quisieron cortarla con un vidrio roto. Llegaba a su casa llorando y con un estrés insoportable, pero sentía que al día siguiente sentía que tenía que volver. Aquel grado tenía una altísima rotación de docentes y Gloria decidió resistir. Fue a visitar a las familias y se enteró de que en esos chicos había un dolor insostenible: uno había sido testigo de cómo su papá había matado a la madre y luego se había suicidado; otra nena creía que la mamá había muerto de tristeza en el parto porque esperaba un varón. Gloria tuvo que desaprender lo que había estudiado en el profesorado y volver a aprenderlo en el aula. Su tarea fue devolverles la dignidad a esos niños. A fin de año, cada chico terminó escribiendo un libro con su historia.
 

La escuela no tiene agua ni luz, pero hay un molino y paneles solares

En 2017 le propusieron tomar la escuela de La Sara y aceptó la prueba. El día que se presentó para aceptar el cargo había otros puestos disponibles en el pueblo, pero ella ya se había comprometido y mantuvo su palabra. El primer día llovía torrencialmente y tuvo que ir en moto con su marido, tardando muchísimo en llegar. Entró en la escuela con los zapatos en la mano. Desde ese día hasta hoy lleva nueve años dejando, como ella dice, la mitad de su corazón en su casa y poniendo la otra mitad en la educación de sus niños.

Cuando llegó a La Sara había sólo un chico que iba a clases, pero a fuerza de insistir y visitar y convencer a las familias, consiguió que fueran cada vez más. Ahora son quince los estudiantes, que van de primero a séptimo grado. Los chicos comparten un aula plurigrado y cuando hablan de ella le dicen “maestra”. No señorita, no Gloria: maestra. Lo dicen con afecto, con respeto, con admiración.

 

 

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